Por Roberto Busel
En todo el Sur Global, la gente joven anhela tener oportunidades y vivir una vida mejor. Pero mientras que se proyecta que 1.200 millones de personas en los países en desarrollo alcanzarán una edad laboral en los próximos diez años, solo habrá unos 420 millones de empleos disponibles, lo que dejará a casi 800 millones de personas sin un camino certero hacia el empleo. Aunque parte de este grupo seguirá su educación, eso no hará más que demorar, y posiblemente prolongar, la crisis.
Una nueva generación de países de rápido crecimiento podría haber tomado el relevo si no hubiera sido por una serie de shocks. La pandemia del Covid fue un desastre para todos los países, pero particularmente para los del mundo en desarrollo. Las subidas de las tasas de interés que siguieron, para reducir la inflación, luego apretaron los presupuestos y frenaron la inversión. El cambio climático se suma a la presión, al igual que un aumento en el número de conflictos en todo el mundo. Los golpes de Estado y la corrupción siguen siendo grandes problemas.
En la actualidad, hay mil millones menos de personas que subsisten con menos de 2,15 dólares al día que en el año 2000. La malaria ha matado a más de 600.000 personas al año en la década de 2020, volviendo al nivel de 2012. Y desde mediados de la década de 2010 no ha habido más crecimiento económico de recuperación.
Sin embargo, hay datos sorprendentes. Casi todos los avances en la lucha contra la pobreza se lograron en los primeros quince años de la década de 2000. De hecho, en 2022, solo un tercio de las personas abandonaron la pobreza extrema que en 2013. La mortalidad infantil en el mundo en desarrollo cayó de 79 a 42 muertes por cada 1.000 nacimientos entre 2000 y 2016, pero en 2022 la cifra había caído apenas un poco más, a 37. La proporción de niños en edad escolar primaria en los países de bajos ingresos se congeló en el 81% en 2015, tras haber aumentado del 56% en 2000.
La pobreza es cosa del pasado en gran parte de Europa y en el Sudeste Asiático; pero en gran parte de Africa está más arraigada que en las décadas anteriores.
En resumen, el mundo pobre vivió una década brutal. Las agencias de desarrollo respondieron invirtiendo dinero en educación y salud. Ahora el dinero está escaso y pocos países muestran signos de despegue económico, pese a los esfuerzos de instituciones como el FMI y el Banco Mundial. En todo el mundo, 700 millones de personas siguen siendo extremadamente pobres y 2.800 millones de personas viven en regiones que no se acercan a los niveles de vida de los países ricos. Los 58 países más pobres del mundo, que albergan a 1.400 millones de personas, crecieron un 3,7% anual entre 2004 y 2014, frente a un crecimiento anual promedio del 1,4% que los países de la OCDE.
Vea también: Cómo vender más: para crecer hay que invertir – Caso Levapan
¿Qué está pasando? La respuesta comienza con el crecimiento económico. En teoría, los países pobres deberían poder implementar la tecnología del mundo rico, evitando los costos y errores asociados con la invención. El capital también debería volverse abundante a medida que los inversionistas busquen las mejores ofertas de rendimiento. En conjunto, estos beneficios deberían conducir a un mayor crecimiento en el mundo pobre.
Gran parte de Asia oriental y Europa oriental son hoy ricas, lo que significa que el sólido crecimiento de las regiones contribuye a la divergencia entre el mundo rico y el pobre, en lugar de a la convergencia.
El resultado es que, a fines del año pasado, el PIB per cápita en Africa y Sudamérica no se acercaba al de América del Norte en comparación con 2015. La situación es particularmente sombría en Africa. El ingreso promedio de los subsaharianos ajustado por inflación apenas supera su nivel de 1970. El consumo sigue deprimido. El año pasado, el ahorro interno en el continente cayó al 5% del PIB, frente al 18% en 2015.
En 2005, los 72 países más pobres del mundo recibieron fondos equivalentes al 40% del gasto estatal mediante una combinación de préstamos económicos, alivio de la deuda y subvenciones y el resultado final fue que estos recursos externos sustentaron gran parte del trabajo de los sistemas básicos de salud, desde las cadenas de suministro a los medicamentos. En 2019, casi la mitad de las clínicas y dos tercios de las escuelas del África subsahariana se construyeron y tenían sueldos de sus trabajadores pagados con dinero externo. La lucha contra la malaria, la tuberculosis y el VIH, las enfermedades infecciosas más mortales del mundo, depende casi por completo de ese tipo de financiamiento. Sin embargo, ahora el dinero se está agotando a medida que el entusiasmo occidental decae y surgen nuevas causas. En la actualidad, la ayuda representa solo el 12% del gasto estatal de los países más pobres.
Cifras son cifras, donde vemos que en la actualidad los 72 países más pobres del mundo atrajeron sólo el 17% de la ayuda bilateral, frente al 40% de hace una década. Al mismo tiempo, el financiamiento chino para el desarrollo se evaporó. En 2012, los bancos estatales del país repartieron 30.000 millones de dólares en préstamos para infraestructuras. En 2021, entregaron sólo 4.000 millones. Hay pocas razones para creer que la situación mejorará pronto. Los flujos de ayuda no van a aumentar y el crecimiento económico no se está acelerando.
¿Cuánto peor podrían empeorar las cosas? Los expertos en el sector del desarrollo consideraban el gasto en ayuda como un elemento que había que aplicar hasta que la convergencia entre el mundo rico y el pobre acelerara los ingresos en este último. Sin embargo, siguiendo cálculos con las tasas de crecimiento más impresionantes registradas a principios de los años 2000, cualquier país en desarrollo medio tardaría 170 años en alcanzar apenas la mitad del ingreso per cápita del mundo rico. Al ritmo actual de crecimiento, el progreso será considerablemente más lento.
Sumemos a todo lo anterior, el tema que a los ministros de finanzas del mundo en desarrollo les falta algo más que el dinero. Es la falta de ideas de cosecha propia o de instituciones con sede en Washington, Ginebra o Bruselas, sobre cómo reactivar el crecimiento. La planificación económica ha vuelto a estar de moda en todas partes; desde Brasil hasta Cambodia; los políticos afirman inspirarse en China con planes maestros que suelen estar llenos de ambiciones manufactureras, con todos los aranceles y ayudas que se puedan imaginar, sin importar el costo para la competitividad internacional. Los funcionarios del Banco Mundial señalan que los gobiernos con los que tratan hoy están más centrados en impulsar el empleo que en la productividad, incluso si eso significa recibir inversiones que tienen menos probabilidades de dar frutos. Los políticos suelen responder a los presupuestos ajustados centrando el gasto garantizará su reelección, donde consistentemente se protegen los salarios de los funcionarios de los servicios públicos.
El mayor problema, sin embargo, es que las reformas locales se han estancado. Con algunas excepciones notables, como las iniciativas de Javier Milei en Argentina, los líderes mundiales están más interesados en el control estatal, la política industrial y el proteccionismo qué en los ejemplos de los años 1990, y no es casualidad que esas políticas aumenten su propio poder.
Los índices de libertad económica se han mantenido prácticamente sin cambios en el África subsahariana desde mediados de la década de 2010 y en América del Sur desde principios de siglo. En Nigeria, donde casi un tercio de la población es extremadamente pobre, el estado sigue desperdiciando una fortuna en subsidios a los combustibles y los empresarios textiles de Bangladesh reciben un trato especial a expensas de los fabricantes que de otro modo podrían crear mejores empleos. Una cuarta parte de la población de China todavía vive con menos de 2.500 dólares al año; su desaceleración económica actual, agravada por la centralización de Xi Jinping y la censura de los datos económicos, está reduciendo las posibilidades de una vida mejor.
El mundo desarrollado debiese ya estructurar una estrategia concreta que genere empleos y que, al mismo tiempo, provea los ingredientes fundacionales para el desarrollo, elemento esencial para salir del estancamiento, lo que podría estar anclado a mejorar el acceso mundial a la electricidad, un derecho humano fundamental y esencial para el desarrollo; generar una infraestructura eficiente y de alta calidad para el comercio que permita trasladar productos entre todos los países del globo; la inversión en la agroindustria debe aumentar invirtiendo en el uso de fertilizantes correcto para los suelos correctos con una mejor irrigación y de esta manera, los agricultores podrían impulsar la producción, la demanda de mano de obra y sus ingresos, lo que luego podría usarse para alimentos, suministros escolares y medicamentos; fortalecer los sistemas de atención médica ayudando a los países de bajos y medianos ingresos a brindar servicios de atención médica lo que creará innumerables empleos altamente calificados y, por último; promover el turismo que crearían nuevos empleos y aceleraría el crecimiento económico.
Todo esto dependerá de contar con una mejor infraestructura a nivel mundial, un mayor acceso a la electricidad en todo el planeta y una atención médica de calidad. Finalmente, es de exigencia natural generar un compromiso con la educación y el desarrollo de todas las capacidades para resultar exitoso, apoyándose sobre una base digital que permita retomar el crecimiento de los primeros años de este siglo.
Los países ricos se las arreglarán, como suele suceder. Sin embargo, para los más pobres, el crecimiento puede ser la diferencia entre el futuro de tener una vida buena y las penurias. Nadie sufrirá más como resultado de lo anterior que los pobres y los más pobres del mundo.
La implementación de nuevos modelos de crecimiento en el mundo en desarrollo – América Latina y Africa – deben dejar de lado los populismos de los gobiernos y políticos progresistas que solo han conducido a reducir el crecimiento económico en desmedro de sus habitantes. No debería sorprender que el desarrollo se haya estancado a medida que los gobiernos rechazan cada vez más los principios que impulsaron una era dorada.