«El oro que pesa más que el Bolívar: Una aventura cotidiana en la Venezuela de hoy»es el tema que propone Willem F. Schol, Presidente de AmericaMalls & Retail y Director de Empresas.
En un rincón de Venezuela, específicamente en el estado Bolívar, la vida parece sacada de una novela de aventuras del viejo oeste. Imagina la escena: un comerciante saca una balanza diminuta, un puñado de oro en polvo brilla bajo el sol y, con la precisión de un alquimista medieval, calcula cuánto vale un saco de arroz o una gallina. Sí, en pleno 2025, el oro no solo es un lujo o una inversión; en esta región minera, es el pan de cada día, la moneda con la que se mueve la economía local. Pero detrás de esta anécdota pintoresca se esconde una realidad que dice mucho más de lo que parece.
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En un país donde el bolívar se ha desvanecido como un espejismo —devaluado hasta el punto de que ya nadie se molesta en contar los ceros—, el oro ha tomado el escenario principal. Es casi poético: un metal que, durante siglos, simbolizó riqueza y poder, ahora sirve para comprar lo básico en un mercado improvisado. Los habitantes de Bolívar, con su ingenio a prueba de crisis, han convertido la abundancia de sus minas en una solución práctica. ¿Dólares? Escasos. ¿Bolívares? Apenas un recuerdo. Pero el oro, ese sí está al alcance de quien pueda extraerlo o negociarlo.
Sin embargo, esta historia tiene un giro agridulce. Que un tendero pese escamas doradas para vender café no es solo una curiosidad digna de un documental; es también el reflejo de un sistema monetario que se derrumbó hace tiempo. El oro, aunque funcional en el día a día, no es la salvación que parece. Por un lado, convierte cada transacción en una apuesta: ¿quién regula el valor de ese polvo brillante? Nadie. Es un acuerdo entre partes, un «tú me das, yo te doy» que huele a informalidad y que abre la puerta a trampas, desde estafas hasta redes más oscuras, como el lavado de dinero.
Y luego está el otro lado de la balanza: no todos tienen oro en el bolsillo. En un país ya fracturado por la desigualdad, este nuevo «trueque de lujo» deja fuera a quienes no tienen acceso a las minas o a los contactos para conseguirlo. Mientras tanto, el bolívar sigue acumulando polvo —metafórico, claro, porque ni para eso sirve ya—, y la confianza en cualquier cosa que huela a institución oficial se desvanece como el dinero mismo.
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Así que aquí estamos, en una Venezuela donde el oro brilla como moneda, pero también como un espejo de sus problemas. Es una solución ingeniosa, sí, un testimonio del carácter resiliente del venezolano que encuentra cómo salir adelante cuando todo falla. Pero también es un grito silencioso: mientras el gobierno no logre resucitar una economía estable y un bolívar que valga algo, el oro seguirá reinando en Bolívar. No como un tesoro de leyenda, sino como un recordatorio de que, a veces, hasta las soluciones más brillantes tienen un peso que no todos pueden cargar.